lunes, 29 de agosto de 2011

El epitafio

Un relato enteramente de ficción:



El epitafio  ©  Fernando Hidalgo  - 2010 (por el texto y montaje. Las imágenes son de la red).

viernes, 26 de agosto de 2011

El Bolillo

        Lo vi conversando con sus amigos haciendo gala de la habitual caballerosidad que lo acompaña desde que ascendió. Siempre sonriente, amable, y recibiendo tantas adulaciones que olvidé al instante los malos tratos que me infligía.
        Y es que no lo puedo negar, lo amo con todo el corazón. También me adora, lo sé. Es un romántico empedernido pero… de la misma forma es celoso al extremo. Cuando supone que miro a otro hombre, o lo contradigo, se transforma de inmediato y me pega hasta el cansancio con un bolillo. Algunos pocos piensan que lo provoco y por lo tanto lo merezco, otros aconsejan que lo denuncie, pero no sé qué hacer. Las huellas de los golpes en la piel y en el alma son imborrables y pueden fomentar odios; pero en mi caso, al verlo arrodillado implorando perdón lo veo tan frágil y sincero que hasta me ilusiono.


El bolillo  ©  Antony Sampayo - 2011

martes, 23 de agosto de 2011

Zehila lo sabe (II)

       (Viene de la primera parte)

    Intenté hablar con Elisa durante toda la mañana siguiente sin conseguir que ella respondiera al teléfono. Confiaba en que hubiese olvidado sus temores de la noche anterior y recobrado la razón, ofuscada por las palabras de aquella maldita bruja que se cruzó en nuestro camino. Como ella los sábados no trabajaba, supuse que estaría en su casa y me acerqué con intención de hablarle y recuperar su confianza. Cuando pulsé el timbre del portero automático oí el ruido del micrófono al descolgar, pero nadie respondió. "Abre, Elisa, ábreme, sólo quiero hablar un momento contigo", supliqué varias veces, sabiendo que me escuchaba, pero no hubo más respuesta que el ruido seco que se produjo al colgar. Di por seguro que estaba en casa.
    Yo estaba desesperado, cada minuto se me hacía una eternidad. ¡Cómo podía ser tan estúpida, creyendo las sandeces que decía cualquier embaucadora! ¡Y cómo se atrevía aquella vieja loca a inventar semejantes patrañas! Monté guardia al lado del portal, por si se le ocurriera salir, durante varias horas, pero no apareció rastro de ella. Decidí entonces volver al carromato de Zehila; ella o su ayudante nos debían una explicación y estaba dispuesto a exigírsela.

    Los sábados se animaba la feria antes y el gentío era más numeroso. A empujones me abrí paso hasta el callejón, en el que entré a grandes zancadas. A la luz del día todo me pareció distinto. Observé mejor. No, no era aquel pasillo, de seguro que con toda aquella multitud por medio me había equivocado. Recorrí varios de los callejones cercanos sin reconocer nada de lo que veía. Pregunté por fin a un muchacho, ocupado en reparar unos autos de choque.
    —Disculpa, chico, ¿sabes dónde está una vieja que adivina el futuro? Zehila, creo que se llama.
    El joven dejó su faena por un momento y miró a lo alto, como intentando recordar.
    —Zehila... —repitió—, me suena pero... Aguarde. ¡Miguel! ¡¡Migueel!!
    Un hombre mayor se asomó entre unos tablones, al fondo de la calleja.
    —¿Sabes algo de una tal Zehila? —preguntó a gritos el muchacho.
    Miguel se acercó a nosotros caminando tranquilo, mientras se limpiaba las manos en un trapo bastante mugriento.
    —¿La adivina? —inquirió al llegar.
    Sentí una oleada de alivio. Aquel hombre la conocía.
    —Si es la que yo creo, esa mujer murió hace unos años —explicó Miguel con naturalidad—. Lo siento pero, si quería algo de ella, llega usted tarde.
    —Oiga, yo estuve hablando ayer aquí con una anciana zíngara que decía llamarse Zehila —puntualicé, muy contrariado por la incoherencia de lo que él me decía.
    —Mire, joven, Zehila murió. Eso se lo puedo asegurar porque yo mismo vi como sacaban su cadáver. ¡Menudo revuelo se armó! Y eso fue hace... cinco años, exactamente, estábamos aquí mismo, en la feria de Gracia, a punto de recoger para ir a la de Sants. Así que no me venga con monsergas.
    Dejándome plantado, Miguel desanduvo sus pasos para volver a la tarea. El joven me miró y se encogió de hombros.
    —Yo no sé nada, hace poco que estoy en esto —dijo a modo de disculpa.
    —¿Hay alguna otra pitonisa en la feria? —se me ocurrió preguntarle.
    —Ummm... —meditó por un momento, volviendo a mirar a las alturas—. Ese negocio va de capa caída. La televisión está llena de ellas. Pero creo que hay una, dos calles más allá, en la última línea de atracciones. —El chico apuntó a su derecha con la llave inglesa que tenía en la mano.
    Corrí entre las partes traseras de las atracciones hacia donde me había indicado, hasta llegar a una explanada. Cuatro o cinco callejas abrían allí y en una de ellas, casi en el extremo, vi el inconfundible carretón de Zehila. Al acercarme comprobé que, en efecto, era el mismo carretón pero su aspecto era diferente. Estaba remozado, pintado con colores vivos, adornado con una bonita cortina y un rótulo perfectamente iluminado: "Zaida lo sabe". ¡Qué prisa se han dado en cambiarlo todo!, pensé.
    No había nadie en la taquilla, así que subí la escalera y anuncié mi presencia antes de traspasar la cortina.
    —¿Hay alguien ahí? —pregunté en voz alta.
    Un hombre apartó el cortinaje y asomó la cabeza. No me sorprendió reconocer al encargado que nos había atendido el día anterior.
    —¿Qué quiere? —preguntó de modo cortante—. ¡Aún está cerrado!
    —Oiga, señor, estuve ayer aquí, con mi novia, ¿no me recuerda?
    El hombre me miró con atención y cara de extrañeza por unos segundos.
    —No recuerdo haberlo visto antes, y además ayer no abrimos. ¡Lárguese!, estamos ocupados.
    ¡Pero qué cínico hijo de puta!, exploté en mi interior. Con una furia incontrolable le di un empujón y entré en la estancia violentamente. Todo estaba igual pero más aseado, más cuidado. La misma mesa, el mismo mantel negro con flores y, fumando un purito tras la mesa, una joven morena que al verme corrió a refugiarse en un rincón.
    El hombre, que había caído al suelo por el ímpetu del empujón, se levantó con rapidez y agarró un atizador metálico que se hallaba apoyado en la pared, junto a la puerta. Lo alzó en un gesto amenazador. Me di cuenta de lo comprometido de mi situación; ya no podía más y me derrumbé de rodillas, desesperado.
    —Yo ayer estuve aquí, con mi novia, usted nos atendió y hablamos con la vieja Zehila, ella se puso enferma, no lo he soñado... —expuse con toda la convicción que sentía.
    —Sal un momento, Vasile —, ordenó la joven.
    El viejo bajó el hierro, me lanzó una torva mirada y obedeció. La joven, lentamente, volvió a su silla y con un gesto me invitó a sentarme frente a ella.
    —Zehila era mi abuela. Ella murió hace cinco años, en este mismo carromato, muy cerca de aquí. Yo lo arreglé y seguí su negocio, de eso hace tres años. Puedo demostrárselo; lo que usted dice no es posible.
    Me cubrí la cara con las manos y repetí con amarga insistencia:
    —Yo la vi ayer...
    —Le contaré algo —anunció Zaida, con un tono misterioso que captó toda mi atención—. Mi abuela era una adivina extraordinaria. Yo suelo inventar mis vaticinios, digo lo que la gente quiere oír. Ya ve que le hablo con sinceridad. Pero ella veía el futuro realmente, hay personas con ese don. Aunque no lo contaba. Decía que a nadie favorece saber lo que de ningún modo podría evitar. El Destino está marcado y nadie puede torcerlo. Así que inventaba historias amables, callándose lo que realmente veía. No hay que tomar en serio estas cosas...
    —...Ayer... aquí mismo... —repetí obsesivamente.
    —Cuénteme qué pasó ayer, aquí...
    Relaté con todo detalle la visita del día anterior, los veinte euros, la baraja y la bola de cristal, idéntica a la que había sobre la mesa. La crisis de ahogo, el secreto que dijo a Elisa... todo, punto por punto. Zaida me escuchaba con atención, barajando los naipes mecánicamente. Cuando terminé me quedé mirándola, con gesto interrogante. Dejó de mover la baraja y repartió cuatro naipes cara abajo sobre la mesa, mientras iba hablando:
    —Algunos espíritus atormentados quedan por un tiempo errando por el lugar donde murieron y en ocasiones pueden llegar a manifestarse. Pero hace falta un poderoso motivo. Elija una carta —pidió inesperadamente.
    Toqué una de las cuatro que había sobre el mantel, sin girarla. Ella la tomó en su mano y lentamente la mostró: era el mismo hombre colgado por el pie. Yo ya no sabía qué pensar.
    —Zaida, escúcheme. Su abuela, o el espíritu de su abuela, no me importa aceptarlo por absurdo que sea, le dijo ayer a mi novia que yo iba a matarla y mi novia, que es supersticiosa, lo ha creído. Ella ahora no quiere verme, nunca más, ¿comprende? Sea el espíritu, o sea una broma de mal gusto, o un modo de hacer publicidad o cualquiera que sea la explicación, es incomprensible. Intolerable.
    —No lo tome a la ligera. Zehila nunca hubiera hecho algo así sin motivo. Su novia obra bien y lo peor es que, hagan ustedes lo que hagan, no tendrá remedio. Pero, por si el Destino aún no hubiera fraguado y existiese alguna posibilidad, yo, de ser usted, me iría lo más lejos posible. A otra ciudad, a otro país...
    —¡Están todos locos! —mascullé, escupiendo con rabia las palabras.
    —Recuerde que ella le dio a Elisa datos muy certeros. No tengo duda de que ayer estuvieron ustedes dos con el espíritu de Zehila. Debería hacer caso. No es la primera vez que sucede.
    —¿Y Vasile?, ¿también es un espíritu? —pregunté con cínica ironía.
    —Vino conmigo desde Percosova y ayer no lo perdí de vista en todo el día. Ni siquiera llegó a conocer a la abuela. Todos estos viejos rumanos se parecen mucho...
    Comprendí que allí yo no hacía más que perder el tiempo. No sé por qué motivo aquella mujer intentaba embaucarme con su increíble historia. No sacaría de ella nada más, así que me levanté bruscamente y salí corriendo del carromato, perseguido por la dura mirada de Vasile.

    Corrí sin parar hasta el portal de Elisa. No llamé al timbre, pues estaba seguro de que no me abriría y no quería asustarla. Esperé pacientemente a que alguien abriera. Pasado un buen rato, vi a través de la puerta acristalada a una pareja que se disponía a salir. Me acerqué entonces, simulando buscar la llave en el bolsillo. Cuando salieron, me colé en el edificio.
    Subí por la escalera, quería llegar lo más discretamente posible. Lograría hablar con Elisa y la convencería de que todo era una fantasía sin sentido, de que la amaba más que a nada en el mundo y sólo pensar que yo podría hacerle el más mínimo daño resultaba inconcebible. Alcancé el rellano, recompuse mi bastante malparado aspecto en lo que pude y pulsé el timbre. Un leve roce al otro lado de la puerta me advirtió de su presencia. Pensé que estaría observando a través de la mirilla.
    —Elisa —dije, esforzándome en que mi tono fuese en extremo tranquilo—, ábreme, por favor. Tenemos que hablar.
    Sólo me respondió el silencio. Insistí:
    —Por favor, cariño, será sólo un momento. Necesito explicarte algo.
    —Vete, Enrique, te lo ruego. No me obligues a llamar a la policía.
    —Pero, nena, cariño, ¿qué te pasa? ¿Cómo puedes hablarme así por las estúpidas palabras de una vieja que ni siquiera existe?
    —¿Ha muerto, entonces? —dedujo Elisa, con voz apenada.
    —Murió hace cinco años —expliqué. Me arrepentí al momento.
    De nuevo el silencio. Y de nuevo pulsé el timbre. Y otra vez.
    —Enrique, no insistas por favor. Estás mal, lo siento de veras, necesitas ayuda pero no de mí. Yo no puedo ayudarte —replicó con firmeza.
    —Tú eres lo único que necesito, amor mío. Ábreme, sólo quiero explicarte algo y después me iré sin más, te lo prometo.
    Tras un tenso silencio añadí, con un suplicante hilo de voz:
    —Por favor...
    Y la puerta se abrió.

Zehila lo sabe © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

lunes, 15 de agosto de 2011

Tabaco


Leía yo la prensa, sentado en un banco del parque, cuando se acercó un hombre a pedirme fuego. Por no ponerme a buscar el encendedor en los bolsillos, le di mi cigarro, para que encendiera el suyo con la brasa. El sujeto la arrimó, aspiró un par de veces y, al devolverme el purito, me dijo "No deberías fumar, amigo".  En respuesta di una profunda calada, mirándolo con gesto de satisfacción. "No, en serio", insistió el tipo. "¿Tú te has visto en el espejo?". Empecé a sospechar que el hombre no estaba en sus cabales y, desentendiéndome, volví a la lectura. Pero él siguió insistiendo: "Has conocido a fumadores que han muerto del pulmón, ¿verdad? ¡Cáncer! ¡Terrible...!".

Quedamos en silencio. Él estaba de pie, sin prisa, mirándome como si esperase una respuesta. Incómodo, por fin repliqué: "Sí, conozco casos. Pero tú también fumas. ¿A qué viene esa preocupación?". "Ahora, dime —continuó—, ¿eran calvos?". No pude evitar el recuerdo de algunos conocidos y amigos que habían muerto por esa enfermedad: Javier, mi querido Andrés, el viejo Lucas... Y de pronto caí en la cuenta: ¡ninguno de ellos era calvo! Todos lucían una magnífica cabellera antes de enfermar. Miré al desconocido con gesto desconcertado. Él me sonrió, se dio unas palmaditas en la calva y se alejó, fumando tranquilamente.

Tabaco  © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

sábado, 6 de agosto de 2011

Zehila lo sabe (I)

  
   Nunca me han gustado las ferias, especialmente las pequeñas ferias de barrio. Me parecen deprimentes atracciones sin gracia, y hasta peligrosas, de un falso esplendor trasnochado, como falsa es la alegría que pretenden contagiar.  No sé si a los niños les hará ilusión ese espectáculo, ni comprendo como los padres montan a sus hijos en esas máquinas, armadas de la noche a la mañana sobre simples tacos de madera por personal de aspecto patibulario, y que chirrían alarmantemente en cada giro. En las tómbolas,  las voces de los charlatanes, amplificadas sin piedad por lo único que funciona bien —los altavoces—, se mezclan en un batiburrillo ininteligible que aturde al incauto que tenga la mala idea de acercarse por allí.

   Jamás yo hubiera ido a uno de esos insufribles lugares, pero Elisa, la mujer por la que suspiraba en los días y con la que soñaba en las noches desde unos meses antes, se empeñó en llevarme. Ella no estaba muy entegada a nuestra relación. Con frecuencia yo notaba su aburrimiento al estar conmigo y me decía que era pesimista y en exceso posesivo. Ya había querido cortar en varias ocasiones; yo lograba disuadirla, pidiéndole más tiempo para conocernos mejor. Temía acabar perdiéndola. Sólo pensarlo me partía el corazón, hubiese sido capaz de cualquier locura. Por eso había de ser con ella sumamente amable, así que al siguiente viernes, al caer la tarde, caminábamos cogidos de la mano hacia la feria del barrio de Gracia.

   Nada más llegar comprendí que me había equivocado de plano. Los olores a refrito, los gritos de los embaucadores, las sirenas de las atracciones y la algarabía del gentío que, para mí inexplicablemente, abarrotaba el recinto me provocaron mareo y náusea. Elisa, sin embargo, parecía contenta y estar disfrutando del ambiente. Le apeteció una tirada en una de esas pequeñas ruletas con premio directo, donde a cambio de cinco euros consiguió un llavero de plástico que en cualquier tienda le hubiese costado menos de la mitad. Pero era un premio, ¿quién podría resistirse a conseguir nada menos que un premio, a cambio de cinco miserables euros? Guardó el llavero en su bolso y seguimos caminando en dirección a las principales atracciones, al núcleo más denso del desbarajuste. Elisa disfrutaba como una niña y yo procuré concentrarme en una idea: "Ella lo pasa bien, yo puedo resistirlo". Colgué ese pensamiento escrito con letras de neón en el centro de mi mente y seguí avanzando hacia el cadalso.

   Aún faltaba un trecho para fundirnos con aquella ruidosa marea humana cuando en un corto pasillo, a la izquierda, un viejo carromato llamó nuestra atención. En contraste con el derroche de luz del resto de las atracciones, sólo un par de bombillas de tinte amarillento iluminaban un discreto rótulo: "Zehila lo sabe". La sencillez y hasta un cierto anacronismo de esa solitaria atracción despertaron nuestra curiosidad. Nos miramos en un acuerdo silencioso y desviamos el rumbo de nuestros pasos. ¡Una adivina que nos predijese el futuro que queríamos oír a cambio de unas pocas monedas!, al menos eso sería divertido.

   Cuando nos acercamos, un hombre ya mayor, de aspecto romaní, ocupó su lugar en la taquilla. Con barba encanecida, de varios días, y un mondadientes entre los labios, antes de que dijésemos nada soltó de modo desabrido:

   —Diez euros cada uno.

   Saqué un billete de veinte, que el hombre agarró al vuelo.

   —Suban —indicó, a la vez que con un leve movimiento de cabeza señalaba a la pequeña escalera de madera que daba acceso a una puerta tapada con una cortina.

   Subí primero, pues en estos casos la cortesía cede el paso a la seguridad. Aparté la cortina con precaución y ambos entramos en una pequeña estancia en penumbra, llena de cachivaches. Sobre una mesa redonda cubierta por un mantel negro estampado con flores rojas descansaban una baraja de naipes y una bola de vidrio. Sentada tras la mesa, una anciana vestida al estilo zíngaro nos lanzó una desdentada mueca de asombro.

   —Sentaos, haced el favor —pidió la vieja—. Soy Zehila y conozco todo sobre el futuro.

   La escena me pareció en extremo patética, tanto que estuve a punto de soltar una carcajada, pero me contuve por consideración a la anciana que, a pesar de su ridículo aspecto, de algún modo despertó mi compasión. ¡Tan mayor, y teniendo que ganarse así la vida!, lamenté en silencio. Zehila fumaba un purito oscuro, delgado y muy apestoso, que sostenía en su mano izquierda. Las numerosas quemaduras del mantel delataban la costumbre. El pequeño recinto estaba saturado del acre olor del humo hasta hacerse casi insoportable.

   —¿Cuál es tu nombre, mi reina? —preguntó a Elisa.

   Me apresuré a contestar por ella:

   —Mercedes. Ella Mercedes y yo Jacinto.

   Elisa me miró, desconcertada, y yo le respondí con un guiño apenas perceptible, para que me siguiese el juego. La vieja continuó mirándola, como esperando su respuesta.

   —Mercedes —mintió, para no contradecirme.

   —Así que Mercedes y Jacinto... —murmuró mientras tomaba la baraja y repartía algunos de los naipes cara abajo sobre el mantel—. Ahora quiero que elijáis una carta cada uno. Tocadla pero no la mováis de su sitio.

   Mi novia señaló una carta y a continuación yo señalé la misma. Me parecía todo tan esperpéntico que sentía unas enormes ganas de complicarle el juego a la vieja.

   —¿Qué queréis preguntar al oráculo? —inquirió la bruja, ahuecando la voz.

   —Estamos empezando una relación... —explicó Elisa.

   —¡Ah!, comprendo. Vamos a ver...

   Puso boca arriba el naipe elegido y apareció el dibujo de un hombre colgado por un pie. Después frotó la bola con las manos, como dándole brillo, y miró a través de ella.

   —Veo una casa con flores y dos niños en la puerta. Los dos son pequeños varoncitos. —Miró a Elisa sonriendo, creo que esperaba que la infeliz mostrase alegría por la buena noticia. Pero mi chica parecía más atemorizada que contenta.

    La vieja volvió a frotar la bola, esta vez por más tiempo. De pronto su expresión cambió. Sus facciones grises palidecieron aún más y los saltones ojos casi salieron de las órbitas. La respiración se hizo superficial y angustiosa. Maquinalmente seguía frotando la bola, una y otra vez.

   —Creo que... tendríais... —Al balbuceo siguió un fuerte acceso de tos.

   Al principio pensé que el trance formaba parte del espectáculo, pero ya vi claro que aquello estaba fuera de control. La vieja se ahogaba realmente. Salí para avisar al encargado de lo que estaba sucediendo. El hombre pidió a gritos al muchacho del puesto más próximo que llamase a una ambulancia y entró conmigo al interior del carromato.

   La vieja Zehila tenía aspecto cadavérico y su respiración sonaba como el fuelle de una fragua. Ayudamos al hombre a ponerla sobre el camastro. Después él lanzó a la calle los restos del purito y pareció increparla:

   —Tutun vor ucide.(1)

   —Taci, vechi prost(2) —replicó la anciana, con un jadeo.

   Sin saber qué hacer y sin entender nada, Elisa y yo nos apartamos para no estorbar.

   —Mejor váyanse —pidió el encargado, con un marcado acento extranjero—. La ambulancia llegará en seguida. El tabaco está matando a esta vieja bruja...

   Ya salíamos cuando la cavernosa voz de Zehila sonó con una energía inesperada:

   —Ven, Elisa.

   Ambos nos miramos, desconcertados.

   —¡Acércate, Elisa!, escucha... —insistió la anciana.

   Ella, lentamente, impresionada, camino hacia la mujer que yacía medio incorporada para respirar mejor. Zehila la tomó del brazo y la forzó a inclinarse para hablarle al oído. Aunque yo estaba muy cerca, nada pude oír de lo que la vieja susurraba. Después se relajo y dijo

   —Ahora, marchaos.

   Tras el mal rato pasado ninguno de los dos tenía ganas de seguir visitando la feria. Acompañé a Elisa a su casa, dando un paseo. No me explicaba cómo pudo la anciana saber su verdadero nombre y me moría de ganas de conocer qué le dijo al oído, pero ella no soltaba prenda. Por fin me decidí a preguntar:

   —¿Le dijiste tu nombre cuando yo salí?

   —No hablamos nada —respondió—. Ella estaba ahogándose...

   —Entonces no lo comprendo... ¿Y qué era lo que con tanto interés quería decirte al oído?

   Elisa dudó antes de responder. Aflojó el paso y, como asombrada por sus propias palabras, dijo:

   —Esa mujer ve realmente el futuro, ¿entiendes? No sólo sabía mi nombre, me dijo algunas cosas más que era imposible que ella conociera... Y sólo para que yo tomase en cuenta  


   —Pero, Elisa, ¿¡cómo puedes creer en esas patrañas!? ¿No viste qué ridículo era todo...?—repliqué, soliviantado.

   No respondió, y seguimos caminando. Al llegar al portal, se detuvo y me miró con una extraña expresión de firmeza:

   —Esto es palabra por palabra lo que ella me dijo: "Elisa, nacida de la Esperanza en un miércoles de ceniza a medianoche, en donde vuelan hasta las piedras, ¡si no te apartas de ese hombre, él te matará!".

   Quedé perplejo. ¿Matarla, yo?

   —¡Pero eso es absurdo...! —protesté.

   —Mi madre se llama Esperanza, nací en un miércoles de ceniza, a medianoche, y fue en Tarifa, donde el viento es a menudo tan fuerte que vuelan hasta las piedras. ¡Cómo quieres que no la crea! Más vale que lo creas tú también y te apartes de mí. Adiós, Enrique.

   Y diciendo esto, entró al portal y la vi desaparecer tras la puerta del ascensor.


   (Continúa en la segunda parte)

(1) El tabaco te matará.
(2) Cállate, viejo estúpido.

Zehila lo sabe  © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

miércoles, 3 de agosto de 2011

Fábula de los perros.

De lo que resulta del encuentro de dos perros. Una perra, con sarna en patas y orejas, se encontró con un perro enorme pero lisiado, por lo cual cojo de una pata delantera. Arriba estaban en lo que era un kiosco. Por las tardes, justo a la hora de su comida, los obreros de factorías y talleres lo ocupaban de comedor.

Comían de buen grado, charlaban de esto y aquello sin mucho ánimo, solo tenían esa mínima hora para comer. Y ahí tenemos a los dos infelices canes, esperanzados por recibir siquiera unos cachitos de los sobrantes: una migaja de pan, una tortilla mordida y ¿por qué no?, con una poquita de suerte, un huesito de algún pollo refrito. Mientras esto sucede, el buen perro echa una siestecita; su compañera de penas, una más. Otra rascadita.

En esto se entretenían, cuando de pronto por el aire vuelan tortillas remojadas en sopa, pedazos de chicharrón, arroz rojo, si hasta chiles picositos. La perra, claro esta, no se molestó en despertar a su buen compinche de rondas. Y trágase todo sin el más mínimo remordimiento. Dio perfecta cuenta del festín. Es sabido de todos y por todos el magnífico olfato que tienen los sabuesos. Por algo son excelentes compañeros de policías y cazadores. Como decía, pues, al momento que su agudo sentido lo alertó de la primerísima necesidad por la cual mendigaba, se incorporó el canino. Tan pronto estuvo en sus tres extremidades, caminó hasta la ingrata perruna, que en ese momento estaba distraída, finalizando la gran comilona.

—¡Oye!— dispuso molesto nuestro buen perro —, ¿por qué no me despertaste? ¿Por qué no me llamaste? ¿No quedamos en que nos íbamos a echar la mano, o más bien la pata?

—Mil perdones, señor perro, pero lo vi tan metido en sus ensoñaciones que no quise importunarlo.

—¡Hazte, hazte! ¿Cuáles sueños, si me estoy muriendo de hambre...?

—No se enoje, mi señor perro, que ahorita mismo, más rápido que el rayo, le traigo un hermoso hueso —y salió la perra, corriendo, fuera del alcance de su cojo compañero.

—¡Más te vale, encajosa compañera! Mis tripas, de tanta hambre, amenazan con comerse entre ellas.

El perrazo, de tanto esperar, se puso aún más flaco, casi a orillas de morir. Así fue como salió de esa difícil lid nuestra osada perra. La moraleja de esta historia no es otra que: Siempre la astucia puede más que la fuerza. Y trabaja flojo, si quieres vivir. No esperes que otros te hagan lo que le hizo la perra al perro.


Fábula de los perros © Mario Archundia - 2002