lunes, 8 de octubre de 2012

Después, Yavé Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él”. Génesis 2, 18.

ÁNGEL DE LA GUARDA

Meto la leche en el microondas y aprieto el botón. El vaso girará durante un minuto. Un minuto durante el cual, mientras parece que no pasa nada y espero, parpadearé doce veces, inhalaré siete litros de aire, el corazón latirá en setenta ocasiones, produciré ciento cincuenta mil glóbulos rojos y elaboraré un centímetro cúbico de orina. Durante ese minuto fijo la mirada en el cristal del horno y doy vueltas a lo que estoy a punto de hacer. Y a la vez que parpadeo, respiro, fabrico e impulso la sangre, dejo que las dudas giren junto al vaso mientras parece que no pasa nada y espero. Y te oigo llegar al tiempo que el clic del horno pone el mundo en marcha otra vez. Lo que hoy te disgusta es que tome un vaso de leche. Me lo quitas de mala manera, me empujas y te lo tomas de un trago, dejando que parte del contenido resbale por las comisuras de la boca hasta la barbilla. Pese al golpe, bajo la cara y sonrío. Una vez más has impuesto tu voluntad: parece que finalmente hoy no pondré fin a mi vida.

...Y DEJARÉ QUE SE ENFRÍEN ANTES DE SERVÍRSELAS

La poca familia que me queda, mis amigos más cercanos, las vecinas, que me ven acalorada y sin apenas tiempo para nada..., todos me preguntan perplejos que por qué lo hago. Mis hijas han decidido dejarme por imposible. Preguntan, intuyo que hastiadas y desoladas ante la impresión de no reconocer en mí a la mujer orgullosa que aprendieron a respetar, que cómo puedo ser capaz de hacerme cargo de ese hombre que nos abandonó hace treinta años. Yo lo prefiero así. Sin testigos. Él me mira desde su inutilidad y nos entendemos sin palabras, como cuando nos conocimos y me hizo creer que me haría feliz. Me ha dicho el médico que le queda poco tiempo, que su organismo ya estaba devastado por la mala vida cuando sobrevino la parálisis y que parece asunto de un milagro que su corazón siga latiendo. También le parece que algo tendrá que ver este milagro con las extraordinarias atenciones que está recibiendo el enfermo. Yo asiento con la cabeza por no contradecirle pero sé que su corazón se mueve únicamente por la cosa de la inercia. Que respira por costumbre pero no por gusto. Que cuando le acerco la cucharilla con su poco de puré a los labios, a esos labios cuyo recuerdo aún me sigue taladrando, la boca se abre por un movimiento reflejo, ajena a la voluntad de apretarla que reconozco en su dueño. Yo sé que él sabe. Su cabeza está intacta y eso me basta. Ocuparme de su cuerpo maltrecho me está compensando del dolor sufrido durante todos estos años, cuando lo imaginaba acariciado por las manos de otra mujer. Me hace bien prepararle sus platos preferidos y ofrecérselos con una sonrisa. Como hoy. Prepararé croquetas pensando sólo en él... Se las haré redonditas para que las coma de un solo bocado. Pondré al fuego la mantequilla para que se funda, añadiré la harina tamizada para evitar los grumos, nada de sal porque le perjudica, la carne de pollo muy picada, apenas para dar su poquito de sabor, el copito de algodón en cada una...


DECIR BASTA
 
El pescado se ha enfriado sobre las baldosas. Mientras contemplo sus trozos desparramados por el comedor, pienso en que debo buscar unos guantes de goma para recogerlo porque no quiero empaparme los dedos con esa salsa blanquecina y espesa cuyas salpicaduras aparecen por todas partes. Dondequiera que la vista ponga encuentro una gota de aceite, un trocito de cebolla, una mota de perejil…, como si todos y cada uno de los ingredientes estuvieran ahí colocados para recordarme una y otra vez lo que ha sucedido. Como si, más que un guiso, hubieran creado una alianza para pedirme que diga basta. ¡Basta! ¡Basta!... El plato también se ha hecho añicos. Miro a mi alrededor y sé que me afanaré en recogerlo todo mientras pienso en lo torpe que soy; que pasaré la fregona, pese al dolor intenso que siento en el brazo; que, una vez todo esté seco, volveré con la escoba, hasta hacerme la ilusión de que en esta casa no ha pasado nada y de que puedo seguir apalancada en la vida tal y como la tengo apalabrada conmigo misma. Y ya mañana veremos. Porque esta noche él volverá, cansado, arrepentido, con la barba incipiente enmarcando su perfil de luchador romano, con la misma mirada que le recuerdo de la primera vez, cuando no tenía yo que andar día tras día luchando contra la voluntad de quererle. Y luego extenderá esas manos con las que amasa arena y cemento y, sólo para mí, obrará el milagro de transformarlas en guantes de seda. Y entonces cerraré los ojos y, por un momento, dejaré de ver las manchas indelebles de la grasa sobre la pared.


VIOLENCIA DE GÉNERO

Han tenido que pasar muchos años para que yo comprendiera lo que guardaban en su trastienda los afligidos ojos de mi madre. Aquellos ojos que lloraban, haciendo aún más terrible su pena inconsolable. Las lágrimas iban acompañadas de un nombre, el de mi padre, susurrado a mi oído con un tono maldito que me helaba la sangre, mientras sentía como ella se estremecía ante el estruendo terrible de un portazo o de un puñetazo descargado encima de la mesa, entre los platos preparados para comer. Ella me abrazaba, me apretaba fuerte, muy fuerte, contra su pecho, a mí, que estaba tan asustado por todo lo que veía. Y yo la creía, refugiado al amparo seguro de aquellos brazos, en su regazo amplio y cálido, como el niño que era y que la amaba, mamando a diario aquella leche amarga: el odio sordo hacia aquel hombre que gritaba y cuya maldad no me atrevería nunca a cuestionar. Y ahora que han pasado los años atisbo la realidad que ocultaba esta mujer dentro de sus ojos amargados. Y aquella leche infantil se me atraganta. Y sé que nunca podré perdonarla.


¡NO!
 
Esta noche he soñado que mi padre lloraba. Yo tomaba su cara entre mis manos y le pedía que no lo hiciera: “No llores, papá, por dios, no llores”. Y le acariciaba esa piel que tanto tiempo hacía no tocaba, densa y ondulada. Sé que mi padre está llorando. Que está allí solo. Que tal vez quiera morirse, pensando enloquecido en el daño que me ha hecho. Esto es lo único que me duele: no haberlo visto desde entonces. Que no sepa que todo está bien, que comprendo, que hay cosas que están llamadas a ser como han sido, que no se haga más daño. Que descanse. Que le quiero. Que ha cometido sólo un error en su vida. Que ha caído en la trampa. Sólo eso. Que yo sé que ya no podía más. Que sé que su vida estaba preñada de impotencia. Esta noche él no habrá dormido. Yo sólo he conseguido hacerlo un poco, cuando han hecho efecto las pastillas que me han obligado a tomar. Durante ese breve rato me he aliviado de la culpa que siento por haberlo dejado tan solo. Viviendo mi vida. Evitando encontrarme con él para no tener que escucharlo. Para no tener que saber. Esa culpa de la que no podré desprenderme mientras viva. La pena que me acompañará todos los días que dure su condena. La condena que le impondrán los otros. Los que sin saber nada, dicen saberlo todo. Hoy será el entierro. Es seguro que habrá un montón de cámaras y me han dicho que vendrá alguna representante del Instituto de la Mujer. Y debo estar preparada. Quiero mandarla a la mierda.


©Belén Garrido Cuervo - 2012