Contaba mi madre que su tía Alicia sorprendió a todos una tarde apareciendo con los huesos de su marido metidos en una saca de tela. Cuando los avatares de la vida la obligaron a regresar a su pueblo, se negó a abandonarlos en la villa en la que habían vivido juntos y esperó a una noche bien oscura para enterrarlos de nuevo en el cementerio del pueblo. Recuerdo esta historia de mi infancia porque ahora soy yo quien tiene en su regazo una caja con las cenizas del esposo muerto. Y me da por pensar que hubiera preferido mil veces verme con el peso de sus huesos. La caja es muy bonita. Es de madera, tiene un dibujito tallado en la tapa y podría contener bombones, o puros, o cartas de amor atadas con una cinta de seda. Si, para esto último hubiera sido perfecta. Creo que cuando la elegí no estaba pensando en lo que verdaderamente iban a meterle dentro: este montón de polvo desconocido y gris que me descoloca y que me dicen que es el hombre que hasta hace cuatro días dormía a mi lado. La persona que sin ninguna duda más he amado en el mundo. Y me da por pensar que si pudiera escoger, pues sí, preferiría llevarme sus huesos a casa aun a sabiendas de que cuando todos se enteraran dirían que estaba loca. Estoy segura de que a nadie se le ocurriría preguntarme qué tenía pensado hacer con ellos. Y podría tener pensadas muchas cosas. Como por ejemplo, despejar los muebles del salón, y allí, sobre la alfombra, colocarlos uno a uno hasta recomponer el esqueleto como si fuera un rompecabezas. Porque cuando estuviera completo me serviría para recuperar al menos por un momento, la estatura de mi hombre. Y podría ver con mis propios ojos aquella protuberancia que nos enseñaba el traumatólogo en las radiografía cuando se le rompió el brazo derecho. Y podría reconocer a mi marido a través de la peculiar dentadura de su calavera, esos dientes que jugueteaban sobre mi cuerpo desnudo aquellas noches de desenfreno que guardo en la memoria como un tesoro. Y podría tomar su rostro entre mis manos y hacerle la caricia que llevo atragantada desde que murió. Pero no. Nada de eso me será posible y estoy pensando desalentada que me tengo que conformar con este montón de cenizas que sostengo sobre la falda sin atreverme siquiera a mirarlas, mientras todos a mi alrededor esperan para saber qué pienso hacer con ellas. Me dicen que incluso podría llevármelas a casa. A las cenizas si. Por eso también estoy pensando que todos mentían cuando me decían que comprendían mi dolor. Y estoy pensando en decirles que no me den nada y que me devuelvan la caja. Creo que en el fondo la elegí para llenarla de recuerdos, sabrosos y dulces como monedas de chocolate.
Monedas de chocolate © Belén Garrido - 2011
4 comentarios:
Hola Pepa!
Este cuento me gustó cuando lo leí en el foro y me gusta aquí, fue buena idea traerlo.
La muerte en cualquiera de sus formas es muerte. Cuando se convierte en cenizas o cuando los huesos se vuelven polvo, es un eterno retorno a la naturaleza para volver a empezar como algo.
La mujer de tu cuento sabía eso, tal vez, por eso hubiera preferido bombones de chocolate a cenizas de muerto en ese cofre tan bonito.
Besos!
Blanca
Lo dice el refrán: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Por mucho que ella lo quisiera, ¿qué hacer con sus cenizas?
La narración me parece muy bien llevada, entre el humor, el sentimiento y la gran realidad de que la vida sigue. Y la redacción, impecable. Enhorabuena, Belén.
Besos
en verdad, aun saboreo la escena, real y tipica de una mujer practica, para que diablos guardar algo tan insignificante, como son las cenizas de uno, en una cajita tan bonita, pudiendo guardar algo mas sabroso y calido que unos sabrosos chocolates mas si son de monedas, esos me recuerda mi infancia y mis ilusiones. solo una cosa, recuerda limpiar bien la cajita, no sea que los residuos humanos, ensucien el grato sabor de la añoranza.
mario a.
Gracias por leer. Les invito a unos bombones, pero de su propia cajita...no sea que en la otra haya quedado algún polvillo escondido.
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