El pasado mes de febrero convocamos un Certamen de relatos breves entre los socios de LEA con el tema: la crisis. Se presentaron siete textos. No era competitivo, sólo un acicate para escribir sobre este objetivo. Éste es uno de esos textos.
Las paradas de autobús son lugares incómodos y desesperantes. Sin embargo, a base de coincidir día tras día, no es raro que se fragüen en ellas amistades duraderas, aunque casi siempre superficiales.
Hace tiempo conocí a Luis, un hombre más o menos de mi edad que vivía en el mismo barrio que yo y también trabajaba por el centro. Todos los días laborables, a las siete y media en punto de la mañana, nos encontrábamos en la concurrida parada de la línea 28 de la calle Rosales. Un día comenzamos una conversación trivial —que si tarda el autobús, que si va a llover―, asuntos sin importancia que poco a poco derivaron hacia temas más personales. Y así empezó nuestra amistad.
El trayecto en común duraba unos veinte minutos. Él se apeaba en la plaza del Ángel y yo seguía unas pocas paradas más, hasta la óptica donde trabajo. Luis era viudo; en un accidente de tren murieron su esposa y su único hijo, de eso hacía entonces unos cinco años. Trabajaba como encargado en un pequeño taller de relojería. Lo supe cuando se estropeó mi reloj y él se ofreció a arreglarlo. En correspondencia, le conseguí un notable descuento cuando tuvo que renovar sus lentes.
Al cabo de un año más o menos, un día Luis no apareció. Ni al siguiente. Una baja médica, vacaciones... imaginé cualquier causa común, aunque en los días anteriores nada me había comentado. Hasta entonces siempre había avisado de sus ausencias. Durante un par de semanas esperé verlo reaparecer en cualquier momento, pero al mes olvidé el asunto. Deduje que así son estas amistades, un simple cambio de horario o de trabajo... y adiós.
Han pasado casi dos años y no había vuelto a acordarme de él, pero ayer volví a verlo. Con algunos diarios bajo el brazo, caminaba despacio cerca del bordillo en la acera contraria y empujaba un carrito de la compra. Empezaba yo a cruzar la calle para saludarlo cuando él se detuvo frente a un contenedor de basura, lo abrió y comenzó a hurgar el contenido. Paré en seco como si hubiera chocado contra una pared invisible. Con la ayuda de un palo sacó algunas cosas, las puso en el carrito, que cerró con cremallera, y siguió su camino.
Pasó frente a mí mirando al suelo, estoy seguro de que no me vio. No llevaba sus gafas. Algo más adelante se detuvo de nuevo junto a otro contenedor y repitió la operación, aunque esta vez no sacó nada. Lo vi alejarse mientras yo, pasmado, no sabía qué hacer. Seguí allí parado, mirándolo como un idiota hasta que desapareció tras los coches aparcados.
Anduve hasta la parada del autobús. El reencuentro me había perturbado. Mientras esperaba hojeé el periódico para distraerme: “Urdangarín pasa la noche en La Zarzuela”, “Teddy Bautista reclama una millonaria indemnización”, “El Consejo de Ministros aprueba nuevos recortes y sube impuestos”… De pronto me sentí cómplice de una gran injusticia. Lancé el diario a la papelera y eché a correr en la dirección que él había tomado. A unas dos manzanas de distancia lo vi de nuevo, otra vez buscando en la basura. Me acerqué despacio; no se dio cuenta hasta que estuvimos a escasos metros. Me miró, entornando los párpados. Una profunda tristeza se dibujó en su cara. Esquivó la mirada, avergonzado. Llegué hasta él y le di un abrazo, ninguno de los dos dijimos nada. Noté sus lágrimas y no pude contener las mías, más de rabia que de pena. "Saldremos adelante, Luis, saldremos adelante".
El trayecto en común duraba unos veinte minutos. Él se apeaba en la plaza del Ángel y yo seguía unas pocas paradas más, hasta la óptica donde trabajo. Luis era viudo; en un accidente de tren murieron su esposa y su único hijo, de eso hacía entonces unos cinco años. Trabajaba como encargado en un pequeño taller de relojería. Lo supe cuando se estropeó mi reloj y él se ofreció a arreglarlo. En correspondencia, le conseguí un notable descuento cuando tuvo que renovar sus lentes.
Al cabo de un año más o menos, un día Luis no apareció. Ni al siguiente. Una baja médica, vacaciones... imaginé cualquier causa común, aunque en los días anteriores nada me había comentado. Hasta entonces siempre había avisado de sus ausencias. Durante un par de semanas esperé verlo reaparecer en cualquier momento, pero al mes olvidé el asunto. Deduje que así son estas amistades, un simple cambio de horario o de trabajo... y adiós.
Han pasado casi dos años y no había vuelto a acordarme de él, pero ayer volví a verlo. Con algunos diarios bajo el brazo, caminaba despacio cerca del bordillo en la acera contraria y empujaba un carrito de la compra. Empezaba yo a cruzar la calle para saludarlo cuando él se detuvo frente a un contenedor de basura, lo abrió y comenzó a hurgar el contenido. Paré en seco como si hubiera chocado contra una pared invisible. Con la ayuda de un palo sacó algunas cosas, las puso en el carrito, que cerró con cremallera, y siguió su camino.
Pasó frente a mí mirando al suelo, estoy seguro de que no me vio. No llevaba sus gafas. Algo más adelante se detuvo de nuevo junto a otro contenedor y repitió la operación, aunque esta vez no sacó nada. Lo vi alejarse mientras yo, pasmado, no sabía qué hacer. Seguí allí parado, mirándolo como un idiota hasta que desapareció tras los coches aparcados.
Anduve hasta la parada del autobús. El reencuentro me había perturbado. Mientras esperaba hojeé el periódico para distraerme: “Urdangarín pasa la noche en La Zarzuela”, “Teddy Bautista reclama una millonaria indemnización”, “El Consejo de Ministros aprueba nuevos recortes y sube impuestos”… De pronto me sentí cómplice de una gran injusticia. Lancé el diario a la papelera y eché a correr en la dirección que él había tomado. A unas dos manzanas de distancia lo vi de nuevo, otra vez buscando en la basura. Me acerqué despacio; no se dio cuenta hasta que estuvimos a escasos metros. Me miró, entornando los párpados. Una profunda tristeza se dibujó en su cara. Esquivó la mirada, avergonzado. Llegué hasta él y le di un abrazo, ninguno de los dos dijimos nada. Noté sus lágrimas y no pude contener las mías, más de rabia que de pena. "Saldremos adelante, Luis, saldremos adelante".
La parada del 28 © Fernando Hidalgo Cutillas 2012
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