De lo que resulta del encuentro de dos perros. Una perra, con sarna en patas y orejas, se encontró con un perro enorme pero lisiado, por lo cual cojo de una pata delantera. Arriba estaban en lo que era un kiosco. Por las tardes, justo a la hora de su comida, los obreros de factorías y talleres lo ocupaban de comedor.
Comían de buen grado, charlaban de esto y aquello sin mucho ánimo, solo tenían esa mínima hora para comer. Y ahí tenemos a los dos infelices canes, esperanzados por recibir siquiera unos cachitos de los sobrantes: una migaja de pan, una tortilla mordida y ¿por qué no?, con una poquita de suerte, un huesito de algún pollo refrito. Mientras esto sucede, el buen perro echa una siestecita; su compañera de penas, una más. Otra rascadita.
En esto se entretenían, cuando de pronto por el aire vuelan tortillas remojadas en sopa, pedazos de chicharrón, arroz rojo, si hasta chiles picositos. La perra, claro esta, no se molestó en despertar a su buen compinche de rondas. Y trágase todo sin el más mínimo remordimiento. Dio perfecta cuenta del festín. Es sabido de todos y por todos el magnífico olfato que tienen los sabuesos. Por algo son excelentes compañeros de policías y cazadores. Como decía, pues, al momento que su agudo sentido lo alertó de la primerísima necesidad por la cual mendigaba, se incorporó el canino. Tan pronto estuvo en sus tres extremidades, caminó hasta la ingrata perruna, que en ese momento estaba distraída, finalizando la gran comilona.
—¡Oye!— dispuso molesto nuestro buen perro —, ¿por qué no me despertaste? ¿Por qué no me llamaste? ¿No quedamos en que nos íbamos a echar la mano, o más bien la pata?
—Mil perdones, señor perro, pero lo vi tan metido en sus ensoñaciones que no quise importunarlo.
—¡Hazte, hazte! ¿Cuáles sueños, si me estoy muriendo de hambre...?
—No se enoje, mi señor perro, que ahorita mismo, más rápido que el rayo, le traigo un hermoso hueso —y salió la perra, corriendo, fuera del alcance de su cojo compañero.
—¡Más te vale, encajosa compañera! Mis tripas, de tanta hambre, amenazan con comerse entre ellas.
El perrazo, de tanto esperar, se puso aún más flaco, casi a orillas de morir. Así fue como salió de esa difícil lid nuestra osada perra. La moraleja de esta historia no es otra que: Siempre la astucia puede más que la fuerza. Y trabaja flojo, si quieres vivir. No esperes que otros te hagan lo que le hizo la perra al perro.
Comían de buen grado, charlaban de esto y aquello sin mucho ánimo, solo tenían esa mínima hora para comer. Y ahí tenemos a los dos infelices canes, esperanzados por recibir siquiera unos cachitos de los sobrantes: una migaja de pan, una tortilla mordida y ¿por qué no?, con una poquita de suerte, un huesito de algún pollo refrito. Mientras esto sucede, el buen perro echa una siestecita; su compañera de penas, una más. Otra rascadita.
En esto se entretenían, cuando de pronto por el aire vuelan tortillas remojadas en sopa, pedazos de chicharrón, arroz rojo, si hasta chiles picositos. La perra, claro esta, no se molestó en despertar a su buen compinche de rondas. Y trágase todo sin el más mínimo remordimiento. Dio perfecta cuenta del festín. Es sabido de todos y por todos el magnífico olfato que tienen los sabuesos. Por algo son excelentes compañeros de policías y cazadores. Como decía, pues, al momento que su agudo sentido lo alertó de la primerísima necesidad por la cual mendigaba, se incorporó el canino. Tan pronto estuvo en sus tres extremidades, caminó hasta la ingrata perruna, que en ese momento estaba distraída, finalizando la gran comilona.
—¡Oye!— dispuso molesto nuestro buen perro —, ¿por qué no me despertaste? ¿Por qué no me llamaste? ¿No quedamos en que nos íbamos a echar la mano, o más bien la pata?
—Mil perdones, señor perro, pero lo vi tan metido en sus ensoñaciones que no quise importunarlo.
—¡Hazte, hazte! ¿Cuáles sueños, si me estoy muriendo de hambre...?
—No se enoje, mi señor perro, que ahorita mismo, más rápido que el rayo, le traigo un hermoso hueso —y salió la perra, corriendo, fuera del alcance de su cojo compañero.
—¡Más te vale, encajosa compañera! Mis tripas, de tanta hambre, amenazan con comerse entre ellas.
El perrazo, de tanto esperar, se puso aún más flaco, casi a orillas de morir. Así fue como salió de esa difícil lid nuestra osada perra. La moraleja de esta historia no es otra que: Siempre la astucia puede más que la fuerza. Y trabaja flojo, si quieres vivir. No esperes que otros te hagan lo que le hizo la perra al perro.
Fábula de los perros © Mario Archundia - 2002
5 comentarios:
Antiguo relato, Mario. Al buen perrote se la dieron bien.
Me muero de ganas de leer de nuevo tu Jonás. A ver si te animas a subirlo...
Abrazos
Ja, ja, ¡qué tal fábula!, la verdad, ya no quedan rastros de eso de "perro fiel", será con los humanos!
Una abrazo,
Blanca
pues nada.
que les doy las gracias a los dos, por pasar y ver este relato con nasias de ser fabula, el primero que se me ocurrio subir.
ya con mas añitos de los andados, y sobre todo por que ese perrazo seria yo.
gracias por su amistad.
mario a.
Hola Mario, estoy encantada de verte por aquí y leer tu fábula.
yt a ver cuando, te apareces mas seguido, digo, que te pasa!
ya hace mucho que dejo de llover alla en asturias.
saludos mario a.
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