Nunca me han gustado las ferias, especialmente las pequeñas ferias de barrio. Me parecen deprimentes atracciones sin gracia, y hasta peligrosas, de un falso esplendor trasnochado, como falsa es la alegría que pretenden contagiar. No sé si a los niños les hará ilusión ese espectáculo, ni comprendo como los padres montan a sus hijos en esas máquinas, armadas de la noche a la mañana sobre simples tacos de madera por personal de aspecto patibulario, y que chirrían alarmantemente en cada giro. En las tómbolas, las voces de los charlatanes, amplificadas sin piedad por lo único que funciona bien —los altavoces—, se mezclan en un batiburrillo ininteligible que aturde al incauto que tenga la mala idea de acercarse por allí.
Jamás yo hubiera ido a uno de esos insufribles lugares, pero Elisa, la mujer por la que suspiraba en los días y con la que soñaba en las noches desde unos meses antes, se empeñó en llevarme. Ella no estaba muy entegada a nuestra relación. Con frecuencia yo notaba su aburrimiento al estar conmigo y me decía que era pesimista y en exceso posesivo. Ya había querido cortar en varias ocasiones; yo lograba disuadirla, pidiéndole más tiempo para conocernos mejor. Temía acabar perdiéndola. Sólo pensarlo me partía el corazón, hubiese sido capaz de cualquier locura. Por eso había de ser con ella sumamente amable, así que al siguiente viernes, al caer la tarde, caminábamos cogidos de la mano hacia la feria del barrio de Gracia.
Nada más llegar comprendí que me había equivocado de plano. Los olores a refrito, los gritos de los embaucadores, las sirenas de las atracciones y la algarabía del gentío que, para mí inexplicablemente, abarrotaba el recinto me provocaron mareo y náusea. Elisa, sin embargo, parecía contenta y estar disfrutando del ambiente. Le apeteció una tirada en una de esas pequeñas ruletas con premio directo, donde a cambio de cinco euros consiguió un llavero de plástico que en cualquier tienda le hubiese costado menos de la mitad. Pero era un premio, ¿quién podría resistirse a conseguir nada menos que un premio, a cambio de cinco miserables euros? Guardó el llavero en su bolso y seguimos caminando en dirección a las principales atracciones, al núcleo más denso del desbarajuste. Elisa disfrutaba como una niña y yo procuré concentrarme en una idea: "Ella lo pasa bien, yo puedo resistirlo". Colgué ese pensamiento escrito con letras de neón en el centro de mi mente y seguí avanzando hacia el cadalso.
Aún faltaba un trecho para fundirnos con aquella ruidosa marea humana cuando en un corto pasillo, a la izquierda, un viejo carromato llamó nuestra atención. En contraste con el derroche de luz del resto de las atracciones, sólo un par de bombillas de tinte amarillento iluminaban un discreto rótulo: "Zehila lo sabe". La sencillez y hasta un cierto anacronismo de esa solitaria atracción despertaron nuestra curiosidad. Nos miramos en un acuerdo silencioso y desviamos el rumbo de nuestros pasos. ¡Una adivina que nos predijese el futuro que queríamos oír a cambio de unas pocas monedas!, al menos eso sería divertido.
Cuando nos acercamos, un hombre ya mayor, de aspecto romaní, ocupó su lugar en la taquilla. Con barba encanecida, de varios días, y un mondadientes entre los labios, antes de que dijésemos nada soltó de modo desabrido:
—Diez euros cada uno.
Saqué un billete de veinte, que el hombre agarró al vuelo.
—Suban —indicó, a la vez que con un leve movimiento de cabeza señalaba a la pequeña escalera de madera que daba acceso a una puerta tapada con una cortina.
Subí primero, pues en estos casos la cortesía cede el paso a la seguridad. Aparté la cortina con precaución y ambos entramos en una pequeña estancia en penumbra, llena de cachivaches. Sobre una mesa redonda cubierta por un mantel negro estampado con flores rojas descansaban una baraja de naipes y una bola de vidrio. Sentada tras la mesa, una anciana vestida al estilo zíngaro nos lanzó una desdentada mueca de asombro.
—Sentaos, haced el favor —pidió la vieja—. Soy Zehila y conozco todo sobre el futuro.
La escena me pareció en extremo patética, tanto que estuve a punto de soltar una carcajada, pero me contuve por consideración a la anciana que, a pesar de su ridículo aspecto, de algún modo despertó mi compasión. ¡Tan mayor, y teniendo que ganarse así la vida!, lamenté en silencio. Zehila fumaba un purito oscuro, delgado y muy apestoso, que sostenía en su mano izquierda. Las numerosas quemaduras del mantel delataban la costumbre. El pequeño recinto estaba saturado del acre olor del humo hasta hacerse casi insoportable.
—¿Cuál es tu nombre, mi reina? —preguntó a Elisa.
Me apresuré a contestar por ella:
—Mercedes. Ella Mercedes y yo Jacinto.
Elisa me miró, desconcertada, y yo le respondí con un guiño apenas perceptible, para que me siguiese el juego. La vieja continuó mirándola, como esperando su respuesta.
—Mercedes —mintió, para no contradecirme.
—Así que Mercedes y Jacinto... —murmuró mientras tomaba la baraja y repartía algunos de los naipes cara abajo sobre el mantel—. Ahora quiero que elijáis una carta cada uno. Tocadla pero no la mováis de su sitio.
Mi novia señaló una carta y a continuación yo señalé la misma. Me parecía todo tan esperpéntico que sentía unas enormes ganas de complicarle el juego a la vieja.
—¿Qué queréis preguntar al oráculo? —inquirió la bruja, ahuecando la voz.
—Estamos empezando una relación... —explicó Elisa.
—¡Ah!, comprendo. Vamos a ver...
Puso boca arriba el naipe elegido y apareció el dibujo de un hombre colgado por un pie. Después frotó la bola con las manos, como dándole brillo, y miró a través de ella.
—Veo una casa con flores y dos niños en la puerta. Los dos son pequeños varoncitos. —Miró a Elisa sonriendo, creo que esperaba que la infeliz mostrase alegría por la buena noticia. Pero mi chica parecía más atemorizada que contenta.
La vieja volvió a frotar la bola, esta vez por más tiempo. De pronto su expresión cambió. Sus facciones grises palidecieron aún más y los saltones ojos casi salieron de las órbitas. La respiración se hizo superficial y angustiosa. Maquinalmente seguía frotando la bola, una y otra vez.
—Creo que... tendríais... —Al balbuceo siguió un fuerte acceso de tos.
Al principio pensé que el trance formaba parte del espectáculo, pero ya vi claro que aquello estaba fuera de control. La vieja se ahogaba realmente. Salí para avisar al encargado de lo que estaba sucediendo. El hombre pidió a gritos al muchacho del puesto más próximo que llamase a una ambulancia y entró conmigo al interior del carromato.
La vieja Zehila tenía aspecto cadavérico y su respiración sonaba como el fuelle de una fragua. Ayudamos al hombre a ponerla sobre el camastro. Después él lanzó a la calle los restos del purito y pareció increparla:
—Tutun vor ucide.(1)
—Taci, vechi prost(2) —replicó la anciana, con un jadeo.
Sin saber qué hacer y sin entender nada, Elisa y yo nos apartamos para no estorbar.
—Mejor váyanse —pidió el encargado, con un marcado acento extranjero—. La ambulancia llegará en seguida. El tabaco está matando a esta vieja bruja...
Ya salíamos cuando la cavernosa voz de Zehila sonó con una energía inesperada:
—Ven, Elisa.
Ambos nos miramos, desconcertados.
—¡Acércate, Elisa!, escucha... —insistió la anciana.
Ella, lentamente, impresionada, camino hacia la mujer que yacía medio incorporada para respirar mejor. Zehila la tomó del brazo y la forzó a inclinarse para hablarle al oído. Aunque yo estaba muy cerca, nada pude oír de lo que la vieja susurraba. Después se relajo y dijo
—Ahora, marchaos.
Tras el mal rato pasado ninguno de los dos tenía ganas de seguir visitando la feria. Acompañé a Elisa a su casa, dando un paseo. No me explicaba cómo pudo la anciana saber su verdadero nombre y me moría de ganas de conocer qué le dijo al oído, pero ella no soltaba prenda. Por fin me decidí a preguntar:
—¿Le dijiste tu nombre cuando yo salí?
—No hablamos nada —respondió—. Ella estaba ahogándose...
—Entonces no lo comprendo... ¿Y qué era lo que con tanto interés quería decirte al oído?
Elisa dudó antes de responder. Aflojó el paso y, como asombrada por sus propias palabras, dijo:
—Esa mujer ve realmente el futuro, ¿entiendes? No sólo sabía mi nombre, me dijo algunas cosas más que era imposible que ella conociera... Y sólo para que yo tomase en cuenta
—Pero, Elisa, ¿¡cómo puedes creer en esas patrañas!? ¿No viste qué ridículo era todo...?—repliqué, soliviantado.
No respondió, y seguimos caminando. Al llegar al portal, se detuvo y me miró con una extraña expresión de firmeza:
—Esto es palabra por palabra lo que ella me dijo: "Elisa, nacida de la Esperanza en un miércoles de ceniza a medianoche, en donde vuelan hasta las piedras, ¡si no te apartas de ese hombre, él te matará!".
Quedé perplejo. ¿Matarla, yo?
—¡Pero eso es absurdo...! —protesté.
—Mi madre se llama Esperanza, nací en un miércoles de ceniza, a medianoche, y fue en Tarifa, donde el viento es a menudo tan fuerte que vuelan hasta las piedras. ¡Cómo quieres que no la crea! Más vale que lo creas tú también y te apartes de mí. Adiós, Enrique.
Y diciendo esto, entró al portal y la vi desaparecer tras la puerta del ascensor.
(Continúa en la segunda parte)
(1) El tabaco te matará.
(2) Cállate, viejo estúpido.
Zehila lo sabe © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011
3 comentarios:
Odio las ferias tanto como Elisa. Pero en esta al menos valía la pena algo: La vieja Zehíla. Esta mujer sabía mucho, tanto, que no quiso quedarse con el secreto antes de morir. El perjudicado fue el novio enamorado, que nunca supo por qué Elisa lo abandonó.
De que las hay las haylas!
Besos!
Blanc
Ya vi que esta es una de las tantas versiones del cuento, Fernando, me gusta también este final.
Besos!
Blanca
Largo y venturoso parto el de esta historia. Gracias por compartirla.
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