domingo, 31 de julio de 2011

Praderas rasguñadas


Praderas rasguñadas
por la mano del hombre;
su virginidad quedó atrás
para dar paso al trigo y al maíz.
Ya ni la maleza existe,
de las flores del
 campo
solo recuerdan su nombre;
el hambre acabó con ellas.
Lluvia que no viene del cielo.
Aspersores.
La tierra agotada se agita:
pide clemencia.
Todos hablan,
nadie escucha,
las abejas buscan polen,
no lo encuentran.
La miel es una leyenda,
la colmena se secó.
Lluvia ácida.
Mar ardiente.
Sol inmenso.
Tierra árida.
Esqueletos sin sombra:
Fantasmas.


Praderas rasguñadas © Blanca Miosi - 2011

Monedas de chocolate

Contaba mi madre que su tía Alicia sorprendió a todos una tarde apareciendo con los huesos de su marido metidos en una saca de tela. Cuando los avatares de la vida la obligaron a regresar a su pueblo, se negó a abandonarlos en la villa en la que habían vivido juntos y esperó a una noche bien oscura para enterrarlos de nuevo en el cementerio del pueblo. Recuerdo esta historia de mi infancia porque ahora soy yo quien tiene en su regazo una caja con las cenizas del esposo muerto. Y me da por pensar que hubiera preferido mil veces verme con el peso de sus huesos. La caja es muy bonita. Es de madera, tiene un dibujito tallado en la tapa y podría contener bombones, o puros, o cartas de amor atadas con una cinta de seda. Si, para esto último hubiera sido perfecta. Creo que cuando la elegí no estaba pensando en lo que verdaderamente iban a meterle dentro: este montón de polvo desconocido y gris que me descoloca y que me dicen que es el hombre que hasta hace cuatro días dormía a mi lado. La persona que sin ninguna duda más he amado en el mundo. Y me da por pensar que si pudiera escoger, pues sí, preferiría llevarme sus huesos a casa aun a sabiendas de que cuando todos se enteraran dirían que estaba loca. Estoy segura de que a nadie se le ocurriría preguntarme qué tenía pensado hacer con ellos. Y podría tener pensadas muchas cosas. Como por ejemplo, despejar los muebles del salón, y allí, sobre la alfombra, colocarlos uno a uno hasta recomponer el esqueleto como si fuera un rompecabezas. Porque cuando estuviera completo me serviría para recuperar al menos por un momento, la estatura de mi hombre. Y podría ver con mis propios ojos aquella protuberancia que nos enseñaba el traumatólogo en las radiografía cuando se le rompió el brazo derecho. Y podría reconocer a mi marido a través de la peculiar dentadura de su calavera, esos dientes que jugueteaban sobre mi cuerpo desnudo aquellas noches de desenfreno que guardo en la memoria como un tesoro. Y podría tomar su rostro entre mis manos y hacerle la caricia que llevo atragantada desde que murió. Pero no. Nada de eso me será posible y estoy pensando desalentada que me tengo que conformar con este montón de cenizas que sostengo sobre la falda sin atreverme siquiera a mirarlas, mientras todos a mi alrededor esperan para saber qué pienso hacer con ellas. Me dicen que incluso podría llevármelas a casa. A las cenizas si. Por eso también estoy pensando que todos mentían cuando me decían que comprendían mi dolor. Y estoy pensando en decirles que no me den nada y que me devuelvan la caja. Creo que en el fondo la elegí para llenarla de recuerdos, sabrosos y dulces como monedas de chocolate.

Monedas de chocolate © Belén Garrido - 2011

jueves, 28 de julio de 2011

La decisión

    Pocos días antes de mi octogésimo quinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la correspondencia de la ciudad circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar Global de mi distrito y sólo contenía una cuartilla que era una simple citación: "Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a partir del recibo de esta nota. Nuestro horario es...", etc.

    A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el plazo me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los domingos, tomé mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina.

    Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en alejar la inquietud que la citación me había producido. ¿Qué podrían querer de mí en la oficina de bienestar? Supuestamente el Departamento de Bienestar Global vela por cubrir las necesidades de las personas con problemas; pero yo, aunque vivía solo, no tenía problemas, al menos no del tipo en el que los políticos puedan meter la nariz.

    Ya cerca de mi destino compré el diario en el único quiosco superviviente de la zona y lo guardé bajo el brazo, en previsión de una probable y quizá larga espera. Recorrí con paso decidido los últimos metros y entré en el edificio.

  Apenas habría diez personas en el vestíbulo, todas ellas sentadas, dispersas, en unos asientos con acabado en imitación a madera. Tal como había imaginado, la atención al usuario estaba automatizada. Me dirigí a uno de los monitores de cristal líquido del punto de información. La imagen de una muchacha sonriente, que no paraba de hacer muecas que pretendían ser gestos amables, me revolvió el estómago. Una voz femenina, sensual y melodiosa salió de alguna parte:

Coloque su dedo pulgar derecho sobre la zona marcada en la parte inferior de la pantalla, por favor.

    Seguí la indicación y al momento la muchacha sonriente desapareció para dejar paso a una ficha personal que contenía mis datos.

Confirme su identificación pulsando el botón verde; si es errónea, pulse el rojo.

    Toqué el botón verde y la empalagosa muchacha de las sonrisitas reapareció en el monitor. Unos segundos después la voz volvió a darme instrucciones.

Espere en el sillón número veintiuno. Una de nuestras azafatas lo atenderá lo antes posible. El Departamento de Bienestar Global le agradece su visita. Que tenga un buen día, señor.

    Agarrando el diario como un salvavidas, caminé hacia la zona donde se alineaban los asientos. Localicé el número veintiuno, me senté en él y me dispuse a soportar estoicamente la tortura de una larga espera. Afortunadamente mis temores resultaron infundados; aún no había terminado de ojear la portada cuando se acercó a mí una mujer bastante gruesa que rondaría la cincuentena. No daba la imagen que yo tenía de una azafata pero ésa parecía ser su función.

—Buenos días. Señor Campos, ¿verdad? Sígame, por favor.

    Su voz auténtica y su actitud amable derrumbaron mis prejuicios al instante. Caminé tras ella por un vericueto de pasillos hasta una puerta de cristal opaco. Golpeó con los nudillos antes de abrir invitándome a pasar.

—Don Vicente Campos —anunció y, dirigiéndose a mí, añadió con simpatía— ¡Que tenga suerte! Volveré a recogerlo cuando terminen.

    Todos los temores que antes había logrado conjurar se agolparon en mi mente en ese momento. ¿Por qué me habría deseado suerte?

    La pieza era un pequeño despacho con una mesa blanca de escritorio, dos sillas frente al sillón del anfitrión y absolutamente nada más. El hombre que lo ocupaba se alzó ligeramente de su asiento a modo de saludo.

—Siéntese, ¿quiere? —invitó.

    Lo hice, y me quedé mirándolo con cara de "usted dirá…". Él era muy joven. Noté que estaba tenso. Sonrió nerviosamente y comentó algo banal, no recuerdo qué. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la nota que había recibido y la puse sobre la mesa.

— ¿Quería usted verme? He recibido esta carta…

    El joven se puso serio y adoptó un aire solemne antes de contestar.

—Verá, señor Campos, el motivo de su presencia aquí es que, según nuestro archivo, usted ha cumplido o está a punto de cumplir ochenta y cinco años… Y aún no ha tomado la decisión —explicó en voz tan baja que apenas pude oírlo.


— ¿La decisión? ¿Qué decisión? —Yo estaba verdaderamente intrigado.
—Verá, señor Campos —repitió—, hace unos años el Gobierno decidió ampliar los servicios a la ciudadanía en un tema muy sensible, pero muy delicado también. Durante décadas la Salud Pública se ocupó de la vida, pero muy poco de la muerte. Los progresos médicos permitieron alargar la vida de los ciudadanos y ciudadanas; no sólo alargarla, también darle calidad y bienestar. Pero eso tiene un límite, que habíamos sobrepasado ampliamente. La consecuencia fue que muchos enfermos y ancianos se veían abocados a una tortura insufrible en sus últimos años. La Medicina había llegado demasiado lejos con ellos, no podía curarlos pero tampoco les permitía morir y vivían una especie de lenta agonía durante largo tiempo. Por otra parte, los costes de todo ese esfuerzo inútil, peor aún, perverso, eran enormes.

— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo y con la decisión que dice que he de tomar? —interrumpí. Yo no comprendía para qué me estaba contando todo aquello.
—Déjeme que le explique… Cuando el Gobierno decidió intervenir en esta situación, hace ocho años, en el 2016, se creó un servicio de Eutanatología en todos los hospitales generales del Estado. Cuando algún paciente sobrepasa de modo irreversible los límites de una vida soportable, sus médicos lo dirigen a ese servicio. Allí se le informa de su derecho a una muerte digna, rápida, sin sufrimiento ni dolor, se le propone el ingreso definitivo y el paciente decide. A algunos les cuesta, el instinto de supervivencia es potente, pero en general se impone el sentido común y acaban accediendo.
—No puedo creer que esté usted proponiéndome que yo decida morir… ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso me ve decrépito o agónico? Es la situación más absurda en la que me he visto en toda mi vida —comenté con sarcasmo.
—No se enoje, señor Campos, y déjeme terminar. Hace unos dos años se hizo una revisión sobre el funcionamiento de este sistema y se detectaron varios fallos; el principal, que por algún motivo muchas de las personas candidatas a recibir este servicio nunca llegaban a contactar con él. Un apego irracional a la vida, a cualquier precio, o un malentendido amor de la familia o, en ocasiones, intereses creados, este tipo de cosas interferían en el buen funcionamiento del proyecto. Entonces se decidió que los enfermos con determinadas dolencias y todas las personas a partir de la edad de ochenta y cinco años deberían, anualmente, si tenían buen uso de sus facultades mentales, entrevistarse con un psicólogo y después decidir por sí mismos si querían seguir viviendo o no. Y ésa es la finalidad de esta entrevista, que usted tome esa decisión.
—Así que es usted psicólogo... —deduje—. ¡Qué extraño!, leo la prensa todos los días y no recuerdo nada sobre lo que acaba de explicarme.
—Ya le he dicho que el tema es sensible y delicado. No se ha hecho nada para informar a la población en general, pensamos que hacerlo sólo daría problemas. —El funcionario puso frente a mí un impreso—. Ha de rellenar este cuestionario y firmar debajo. Eso es todo.

    Se trataba de marcar las casillas pertinentes en una serie de preguntas sobre mi salud, el tipo de vida que hacía, mis relaciones familiares y hasta mis ingresos mensuales. Y al final, la decisión, planteada en estos términos:

¿Desea usted que el Estado lo/la ayude a terminar drásticamente con sus dolencias, con los mejores medios que la Medicina puede ofrecer en este momento?, y dos opciones: SI/NO.

—Pero aquí no dice nada de eutanasia… —señalé.

—Intentamos no herir ninguna sensibilidad. Cualquiera entiende que ese final drástico no puede ser otro.

    Marqué NO, firmé la hoja y la devolví al joven, que la guardó en un cajón sin mirarla.

— ¿Lo ve usted? No era tan difícil; ya está. El año próximo, más o menos por estas fechas, volveremos a vernos. —Se levantó de su silla para despedirme y nos estrechamos la mano—. Que tenga un buen día, señor.

    La azafata apareció en la puerta como por arte de magia y me dispuse a seguirla hasta la salida. Mientras caminaba tras ella me crecía la sensación de haber caído en una trampa, no estaba seguro de no haber firmado mi condena a muerte. En realidad, en ese momento empecé a darme cuenta, había renunciado por escrito a la ayuda médica del Estado. Pero me daba igual, ya sólo quería salir de aquel asfixiante lugar cuanto antes.

La decisión © Fernando Hidalgo Cutillas

viernes, 22 de julio de 2011

El árbol genealógico

Una tarde aburrida de domingo, después de ver una insulsa película en televisión, se me ocurrió pasar el tiempo reconstruyendo el árbol genealógico de la familia. Desde pequeño me fascinaba oír las antiguas historias familiares y todos, especialmente la abuela Rosario, estaban encantados con que alguien quisiera escuchar esos viejos relatos que una vez fueron el centro mismo de sus vidas. De eso hacía ya bastantes años pero yo conservaba aquellos datos bien grabados en mi memoria.


Uní dos folios con un poco de cinta adhesiva por la parte posterior, para disponer de un espacio más amplio, y me puse a la tarea. Anoté mi nombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a escribir el de algunos de mis tíos caí en la cuenta de que así no podría hacerlo. Se enmarañaría demasiado. Tiré los folios a la papelera, uní otros dos del mismo modo y volví a empezar, esta vez para hacer exclusivamente mi árbol genealógico; nada de hermanos, tíos ni demás parientes. Pensé también que, siendo árbol, las raíces tendrían que estar abajo y los brotes arriba, de modo que escribí mi nombre en la parte superior de la gran hoja, dispuesto a reconstruir el tronco y las raíces de los que yo había brotado. Bajo mi nombre, el de mis padres, y bajo cada uno de ellos el de los abuelos correspondientes, para seguir con los bisabuelos. Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos... Me había equivocado: la imagen de un árbol me hizo colocar el papel en posición vertical y en la quinta línea ya no me cabían los datos por la anchura. ¡Qué barbaridad, dieciséis tatarabuelos! Es de Perogrullo, pero no lo había previsto y estaba bastante sorprendido.

El hallazgo me distrajo de mi idea inicial y me llevó a calcular el número de antepasados que tendría diez o quince generaciones atrás. El cálculo era sencillo: dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ah!, era como la vieja historia de los granos de trigo sobre el tablero de ajedrez, pensé. Entonces fue cuando me di cuenta de la magnitud del problema: nunca ha habido tanta gente en el Mundo, ni siquiera hoy día. En sólo veinte generaciones aparecía un millón de antepasados directos, y con eso apenas retrocedía seis siglos. ¿Es que en la Edad Media todos los habitantes del país eran abuelos míos? Y en la época de Cristo, calculando cuatro generaciones por siglo y creo que me quedaba corto, eran más de un cuatrillón. ¡Cómo podía ser! Cada uno de mis antepasados tuvo padre y madre, eso era innegable. Había un error de apreciación en alguna parte y no era precisamente pequeño.

No tardé en comprender el problema: todos tenemos dos padres, eso es cierto, pero no todos tenemos cuatro abuelos, ni ocho bisabuelos, etc. Si los padres fuesen hermanos sólo tendríamos dos abuelos; si fuesen primos, sólo cuatro bisabuelos. Pero, ¿tanta consanguinidad ha habido en la historia del Mundo como para compactar un cuatrillón de antepasados en unos pocos miles? La respuesta era obvia: no sería posible de otro modo. Y si nos remontásemos más atrás, a la época de Ramsés, por ejemplo, cuando el cálculo daría una cantidad con más de ochenta ceros, aún serían menos los antepasados reales.

Estas reflexiones me quitaron de la cabeza la idea de hacer el árbol genealógico. Guardé la hoja para continuarlo en otro momento y volví al sofá, frente al televisor. Una conocida cadena especializada en telebasura estaba emitiendo un reality show. Todos dicen que la consanguinidad es mala para la genética, se multiplican los problemas y degenera la especie. Ante mis ojos tenía la evidencia que confirmaba mis recientes conjeturas.
El árbol genealógico © Fernando Hidalgo Cutillas

 

 

miércoles, 20 de julio de 2011

Prosófagos

Entre los foros en los que he estado, Prosófagos ha sido sin duda el mejor. Una verdadera escuela de estilo donde muchos hemos aprendido bastante. De pronto, desapareció. Se apagó como una vela en una noche sin viento, como decía Blanca Miosi. Los motivos nadie llegó a saberlos. Quedó como un barco a la deriva, hasta que un problema en el host lo hundió definitivamente. Hoy ya no queda nada, ni siquiera es uno de esos cementerios de Internet donde reposan los restos del pasado. Nada.

En su recuerdo y en homenaje a la persona que lo mantuvo en alza durante más de tres años, Esther González, va esta entrada.




A los prosófagos

Tan grande es Internet y tan variada,
tan recto y retorcido es su camino,
tan fácil, complicado y sibilino,
que aquí puede encontrarse todo o nada.

Hay quien busca placer, o enamorada;
o busca por buscar; o hila bien fino
pensando en su negocio o su destino;
y busca el escritor gente letrada
.
Como la aguja entre la paja ingente,
perdido entre la red, casi enredado,
Prosófagos hallé: un foro, un puente,

una adicción, un camino trillado
que va de continente a continente
llevando el español de lado a lado.

A ti, feliz lector, que has encontrado
en el foro al amigo más completo,
con cariño, dedico este soneto.

A los prosófagos © Fernando Hidalgo Cutillas

¿Qué somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?

Letras Entre Amigos (LEA) fue creado el 30 de abril de 2011 por Blanca Miosi, de Caracas, y Fernando Hidalgo, de Barcelona, como un lugar de reunión de amigos que tienen interés en la Literatura, para comentar textos mutuamente, resolver dudas, intercambiar ideas, etc., en un ambiente cordial. Es en cierto modo un taller para trabajar sobre los textos, alojado en la estructura de un foro, y también un punto de encuentro donde comentar sobre cualquier tema: música, arte en general, opinión, etc.

Venimos de BibliotecasVirtuales, de Prosófagos, de Prosadictos y otros foros, en algunos de los cuales seguimos participando.

Vamos... a pasarlo bien y a intentar mejorar nuestro modo de escribir.