martes, 23 de agosto de 2011

Zehila lo sabe (II)

       (Viene de la primera parte)

    Intenté hablar con Elisa durante toda la mañana siguiente sin conseguir que ella respondiera al teléfono. Confiaba en que hubiese olvidado sus temores de la noche anterior y recobrado la razón, ofuscada por las palabras de aquella maldita bruja que se cruzó en nuestro camino. Como ella los sábados no trabajaba, supuse que estaría en su casa y me acerqué con intención de hablarle y recuperar su confianza. Cuando pulsé el timbre del portero automático oí el ruido del micrófono al descolgar, pero nadie respondió. "Abre, Elisa, ábreme, sólo quiero hablar un momento contigo", supliqué varias veces, sabiendo que me escuchaba, pero no hubo más respuesta que el ruido seco que se produjo al colgar. Di por seguro que estaba en casa.
    Yo estaba desesperado, cada minuto se me hacía una eternidad. ¡Cómo podía ser tan estúpida, creyendo las sandeces que decía cualquier embaucadora! ¡Y cómo se atrevía aquella vieja loca a inventar semejantes patrañas! Monté guardia al lado del portal, por si se le ocurriera salir, durante varias horas, pero no apareció rastro de ella. Decidí entonces volver al carromato de Zehila; ella o su ayudante nos debían una explicación y estaba dispuesto a exigírsela.

    Los sábados se animaba la feria antes y el gentío era más numeroso. A empujones me abrí paso hasta el callejón, en el que entré a grandes zancadas. A la luz del día todo me pareció distinto. Observé mejor. No, no era aquel pasillo, de seguro que con toda aquella multitud por medio me había equivocado. Recorrí varios de los callejones cercanos sin reconocer nada de lo que veía. Pregunté por fin a un muchacho, ocupado en reparar unos autos de choque.
    —Disculpa, chico, ¿sabes dónde está una vieja que adivina el futuro? Zehila, creo que se llama.
    El joven dejó su faena por un momento y miró a lo alto, como intentando recordar.
    —Zehila... —repitió—, me suena pero... Aguarde. ¡Miguel! ¡¡Migueel!!
    Un hombre mayor se asomó entre unos tablones, al fondo de la calleja.
    —¿Sabes algo de una tal Zehila? —preguntó a gritos el muchacho.
    Miguel se acercó a nosotros caminando tranquilo, mientras se limpiaba las manos en un trapo bastante mugriento.
    —¿La adivina? —inquirió al llegar.
    Sentí una oleada de alivio. Aquel hombre la conocía.
    —Si es la que yo creo, esa mujer murió hace unos años —explicó Miguel con naturalidad—. Lo siento pero, si quería algo de ella, llega usted tarde.
    —Oiga, yo estuve hablando ayer aquí con una anciana zíngara que decía llamarse Zehila —puntualicé, muy contrariado por la incoherencia de lo que él me decía.
    —Mire, joven, Zehila murió. Eso se lo puedo asegurar porque yo mismo vi como sacaban su cadáver. ¡Menudo revuelo se armó! Y eso fue hace... cinco años, exactamente, estábamos aquí mismo, en la feria de Gracia, a punto de recoger para ir a la de Sants. Así que no me venga con monsergas.
    Dejándome plantado, Miguel desanduvo sus pasos para volver a la tarea. El joven me miró y se encogió de hombros.
    —Yo no sé nada, hace poco que estoy en esto —dijo a modo de disculpa.
    —¿Hay alguna otra pitonisa en la feria? —se me ocurrió preguntarle.
    —Ummm... —meditó por un momento, volviendo a mirar a las alturas—. Ese negocio va de capa caída. La televisión está llena de ellas. Pero creo que hay una, dos calles más allá, en la última línea de atracciones. —El chico apuntó a su derecha con la llave inglesa que tenía en la mano.
    Corrí entre las partes traseras de las atracciones hacia donde me había indicado, hasta llegar a una explanada. Cuatro o cinco callejas abrían allí y en una de ellas, casi en el extremo, vi el inconfundible carretón de Zehila. Al acercarme comprobé que, en efecto, era el mismo carretón pero su aspecto era diferente. Estaba remozado, pintado con colores vivos, adornado con una bonita cortina y un rótulo perfectamente iluminado: "Zaida lo sabe". ¡Qué prisa se han dado en cambiarlo todo!, pensé.
    No había nadie en la taquilla, así que subí la escalera y anuncié mi presencia antes de traspasar la cortina.
    —¿Hay alguien ahí? —pregunté en voz alta.
    Un hombre apartó el cortinaje y asomó la cabeza. No me sorprendió reconocer al encargado que nos había atendido el día anterior.
    —¿Qué quiere? —preguntó de modo cortante—. ¡Aún está cerrado!
    —Oiga, señor, estuve ayer aquí, con mi novia, ¿no me recuerda?
    El hombre me miró con atención y cara de extrañeza por unos segundos.
    —No recuerdo haberlo visto antes, y además ayer no abrimos. ¡Lárguese!, estamos ocupados.
    ¡Pero qué cínico hijo de puta!, exploté en mi interior. Con una furia incontrolable le di un empujón y entré en la estancia violentamente. Todo estaba igual pero más aseado, más cuidado. La misma mesa, el mismo mantel negro con flores y, fumando un purito tras la mesa, una joven morena que al verme corrió a refugiarse en un rincón.
    El hombre, que había caído al suelo por el ímpetu del empujón, se levantó con rapidez y agarró un atizador metálico que se hallaba apoyado en la pared, junto a la puerta. Lo alzó en un gesto amenazador. Me di cuenta de lo comprometido de mi situación; ya no podía más y me derrumbé de rodillas, desesperado.
    —Yo ayer estuve aquí, con mi novia, usted nos atendió y hablamos con la vieja Zehila, ella se puso enferma, no lo he soñado... —expuse con toda la convicción que sentía.
    —Sal un momento, Vasile —, ordenó la joven.
    El viejo bajó el hierro, me lanzó una torva mirada y obedeció. La joven, lentamente, volvió a su silla y con un gesto me invitó a sentarme frente a ella.
    —Zehila era mi abuela. Ella murió hace cinco años, en este mismo carromato, muy cerca de aquí. Yo lo arreglé y seguí su negocio, de eso hace tres años. Puedo demostrárselo; lo que usted dice no es posible.
    Me cubrí la cara con las manos y repetí con amarga insistencia:
    —Yo la vi ayer...
    —Le contaré algo —anunció Zaida, con un tono misterioso que captó toda mi atención—. Mi abuela era una adivina extraordinaria. Yo suelo inventar mis vaticinios, digo lo que la gente quiere oír. Ya ve que le hablo con sinceridad. Pero ella veía el futuro realmente, hay personas con ese don. Aunque no lo contaba. Decía que a nadie favorece saber lo que de ningún modo podría evitar. El Destino está marcado y nadie puede torcerlo. Así que inventaba historias amables, callándose lo que realmente veía. No hay que tomar en serio estas cosas...
    —...Ayer... aquí mismo... —repetí obsesivamente.
    —Cuénteme qué pasó ayer, aquí...
    Relaté con todo detalle la visita del día anterior, los veinte euros, la baraja y la bola de cristal, idéntica a la que había sobre la mesa. La crisis de ahogo, el secreto que dijo a Elisa... todo, punto por punto. Zaida me escuchaba con atención, barajando los naipes mecánicamente. Cuando terminé me quedé mirándola, con gesto interrogante. Dejó de mover la baraja y repartió cuatro naipes cara abajo sobre la mesa, mientras iba hablando:
    —Algunos espíritus atormentados quedan por un tiempo errando por el lugar donde murieron y en ocasiones pueden llegar a manifestarse. Pero hace falta un poderoso motivo. Elija una carta —pidió inesperadamente.
    Toqué una de las cuatro que había sobre el mantel, sin girarla. Ella la tomó en su mano y lentamente la mostró: era el mismo hombre colgado por el pie. Yo ya no sabía qué pensar.
    —Zaida, escúcheme. Su abuela, o el espíritu de su abuela, no me importa aceptarlo por absurdo que sea, le dijo ayer a mi novia que yo iba a matarla y mi novia, que es supersticiosa, lo ha creído. Ella ahora no quiere verme, nunca más, ¿comprende? Sea el espíritu, o sea una broma de mal gusto, o un modo de hacer publicidad o cualquiera que sea la explicación, es incomprensible. Intolerable.
    —No lo tome a la ligera. Zehila nunca hubiera hecho algo así sin motivo. Su novia obra bien y lo peor es que, hagan ustedes lo que hagan, no tendrá remedio. Pero, por si el Destino aún no hubiera fraguado y existiese alguna posibilidad, yo, de ser usted, me iría lo más lejos posible. A otra ciudad, a otro país...
    —¡Están todos locos! —mascullé, escupiendo con rabia las palabras.
    —Recuerde que ella le dio a Elisa datos muy certeros. No tengo duda de que ayer estuvieron ustedes dos con el espíritu de Zehila. Debería hacer caso. No es la primera vez que sucede.
    —¿Y Vasile?, ¿también es un espíritu? —pregunté con cínica ironía.
    —Vino conmigo desde Percosova y ayer no lo perdí de vista en todo el día. Ni siquiera llegó a conocer a la abuela. Todos estos viejos rumanos se parecen mucho...
    Comprendí que allí yo no hacía más que perder el tiempo. No sé por qué motivo aquella mujer intentaba embaucarme con su increíble historia. No sacaría de ella nada más, así que me levanté bruscamente y salí corriendo del carromato, perseguido por la dura mirada de Vasile.

    Corrí sin parar hasta el portal de Elisa. No llamé al timbre, pues estaba seguro de que no me abriría y no quería asustarla. Esperé pacientemente a que alguien abriera. Pasado un buen rato, vi a través de la puerta acristalada a una pareja que se disponía a salir. Me acerqué entonces, simulando buscar la llave en el bolsillo. Cuando salieron, me colé en el edificio.
    Subí por la escalera, quería llegar lo más discretamente posible. Lograría hablar con Elisa y la convencería de que todo era una fantasía sin sentido, de que la amaba más que a nada en el mundo y sólo pensar que yo podría hacerle el más mínimo daño resultaba inconcebible. Alcancé el rellano, recompuse mi bastante malparado aspecto en lo que pude y pulsé el timbre. Un leve roce al otro lado de la puerta me advirtió de su presencia. Pensé que estaría observando a través de la mirilla.
    —Elisa —dije, esforzándome en que mi tono fuese en extremo tranquilo—, ábreme, por favor. Tenemos que hablar.
    Sólo me respondió el silencio. Insistí:
    —Por favor, cariño, será sólo un momento. Necesito explicarte algo.
    —Vete, Enrique, te lo ruego. No me obligues a llamar a la policía.
    —Pero, nena, cariño, ¿qué te pasa? ¿Cómo puedes hablarme así por las estúpidas palabras de una vieja que ni siquiera existe?
    —¿Ha muerto, entonces? —dedujo Elisa, con voz apenada.
    —Murió hace cinco años —expliqué. Me arrepentí al momento.
    De nuevo el silencio. Y de nuevo pulsé el timbre. Y otra vez.
    —Enrique, no insistas por favor. Estás mal, lo siento de veras, necesitas ayuda pero no de mí. Yo no puedo ayudarte —replicó con firmeza.
    —Tú eres lo único que necesito, amor mío. Ábreme, sólo quiero explicarte algo y después me iré sin más, te lo prometo.
    Tras un tenso silencio añadí, con un suplicante hilo de voz:
    —Por favor...
    Y la puerta se abrió.

Zehila lo sabe © Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

1 comentario:

Blanca Miosi dijo...

¡Ah...! este cuento lo leí en el foro y me encantó.
El final es inquietante.

Besos1
Blanca