
—¡Espera! ¡No! ¡No!
Ella me mira con furia y forcejea.
—¡Déjame, déjame!
Un hombre me sujeta por el hombro.
—¿Qué hace? ¡Déjela!
Dos ancianas me miran con recelo y escapan como de un apestado subiendo al tren, que ya ha abierto las puertas. Suelto a la mujer, y ella se pierde en el vagón sin mirar atrás. El hombre que me sujetó me empuja y pasa a mi lado, con aire amenazador. Un joven me mira de soslayo y aconseja al subir:
—Con violencia no se arregla nada. Ya volverá.
Clavado en el andén vacío, veo al tren arrancar. Tras los cristales que se alejan noto el peso de algunas miradas, severas todavía. Me siento como si me hubieran linchado. Como un idiota.
Un nuevo gentío se amontona a mi alrededor. Ninguno de ellos ha visto nada y me tranquilizo. Soy uno más. En pocos minutos llega el tren siguiente. Subo y busco un lugar a salvo de empujones. Casi todo el mundo juega con sus teléfonos móviles, sin prestar atención a los demás. Unos pocos leen el periódico; una mujer sostiene un libro abierto en la mano, creo que es una novela. Ya estamos llegando a la próxima estación, algunos se disponen a bajar. De pronto suena un golpe sordo y un grito de horror en el andén, que surge al unísono de la multitud que lo abarrota. Cuando el vagón se detiene y abre las puertas, una bolsa de plástico ha quedado en el suelo.
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013
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